martes, 5 de abril de 2011

“Lo que pudo haber sido....”

Cuando miró la tarjeta entregada aquella noche en el  bar. El personaje se dijo: Si no vas a hablar, si no hay tiempo, si en verdad es cierto que “pasa muy pronto todo lo que pasa”, escribe algo que quede fuera de la emoción que ya se dió. Mejor imagina “lo que pudo haber sido”  y déjalo así, porque ella tampoco va llamar.

Era tan fantasioso, que quedó convencido de que si tenía que haber un desenlace, el mejor de todos sería el  escrito, así  no tendría que enfrentar la realidad del rechazo o la ilusión fallida, sería siempre:  “Lo que pudo haber sido”
Al llegar a su casa, miró los caracoles que frente a  él, aparecían en primer plano del librero; caracoles grises, azules, café claro, rosas, de todas las formas y tamaños posibles.  Pensó que de alguna manera, habían sustituido a las palabras encerradas en los libros que estaban atrás, y que un sentimiento de orfandad, un cielo reducido al mar, se volvía  una nostalgia que flotaba en el cuarto.

Se refugió en la médula misma de sus huesos,  igual que un caracol. Se recubrió  de fondo, porque entender le desgastaba, y empezó a confiar en el presentimiento de que un rumor podía salvarlo. Pensó que parte de su alma podría estar depositada en el fondo de sí mismo, igual que aquellos caracoles marinos que guardaban la esperanza de encontrar su propio sonido, que su propio rumor los salvaría, les haría comprender, por ejemplo, que un viajero extrañara, también, a  su estación de tren; la prostituta una cama que no fuera de hotel,  o su propio pensamiento una forma de encuentro - miró otra vez la tarjeta -  que la prisa del presente tardara en deshacer .

Si ellos escuchaban su rumor; si  lo escuchaban en el fondo de su laberinto o de si mismos,  igual él en su mente podría escuchar  algo tan simple como sentir que después de ese encuentro algo llegaría a suceder, por lo menos en el papel.

Pero los deseos y las intenciones  no suelen anidar en osamentas y  los caracoles no todo el tiempo dan respuestas;  a veces se quedan quietos sobre una mesa, tienen precio en una tienda, prescinden de la marea que ya no está con ellos y cambian, por la verdad del aire, su antigua vocación de escuchar rumores en el fondo.

El personaje miró por última vez aquella tarjeta que tenía un nombre y un teléfono, aquella tarjeta exactamente igual a muchas otras que estarían viajando ahora en una cartera o en una bolsa, dándose a muchos con diferentes intenciones, en momentos distintos, y la puso debajo de uno de los caracoles.

Entonces tomó un cuaderno y escribió:

“De repente me di cuenta, que no existe presencia mía o de nadie en ningún otro que tenga ya una historia. Ninguna persona que ame realmente la vida y sus milagros puede pertenecer a otra. No espera por otra, no se estaciona en otra, no apuesta definitivamente por otra.  No hay esclavo, pasión, amor o lealtad  absoluta,  que yo recuerde, que se haya manifestado no sólo satisfecha, sino que  ni siquiera haya logrado perdurar. El presente es una circunstancia ineludible que nos obliga a vivirlo y hace desaparecer todo lo que fue en un momento; acarrea nuevas cosas, y entonces comparar, desear o esperar, por ser algo que sucede sólo en la mente, por ser cosas que ya no son,  se vuelven un error.

Lo que no fue o pudo haber sido es un cadáver que uno se empeña en revivir. Normalmente el pasado se diluye en la actualidad del presente, se adiciona y se funde con éste.  Esto y no otra cosa define a la existencia.

Existe lo que está, el “yo-en-el-mundo-aquí-y-ahora”,  donde los guiones  que unen las palabras  integran un sólo concepto. Entonces todo ese “trabajo” que se realiza para curar “heridas” o “culpas”, “justificar recuerdos”, “pagar errores u olvidos” o “esperar encuentros”,  tiene algo de “auto- contemplación”, de falta de entendimiento y madurez que se queda consumiendo nuestro presente y se vuelve una ofensa para una actitud verdaderamente existencial. Si realmente fuera posible adoptarla, el presente llegaría todo el tiempo a rescatarnos, dejaría sin trabajo a los siquiatras, sin objeto a los poetas, sin destino a los santos y sin justificación a los borrachos. 

Bastaría darse cuenta del paso despiadado del tiempo para justificar el abrazo inmediato la vida y al momento que es.  Ya no vivimos en el tiempo, sino con el tiempo, paralelamente con él. Al ser uno con la vida somos también lo que se lleva, porque también él, con esa vertiginosa manera de su paso,  buscar  asirse a algo,  que somos nosotros”. 

El caracol no estuvo de acuerdo.

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