lunes, 23 de mayo de 2011

Meditación sobre las hormigas.

No me gusta matar a las hormigas que llegan a mi casa, no me gusta abusar de mi tamaño y de mis desiguales recursos: el agua, el jabón, el insecticida en casos extremos, y otras armas secretas que ellas ni siquiera sospechan, como el famoso “gis chino” que venden en algunas tlapalerías.
 
En realidad comprendo esa necesidad ancestral de salir y robar, entre comillas, ese alimento que les procura mi descuido; el traste sin lavar, la cáscara de mango en el bote de basura que audazmente deciden escalar, y este cinismo de llegar hasta a mi cuarto -  porque yo como en mi cuarto, sin que nadie me  regañe y para eso vivo solo -  cuando se me olvida bajar el pedazo de chocolate o la cáscara de la naranja, y ellas inician su desfile por atrás de mis libros que cubren la pared desde la terraza hasta la mesita donde quedó el plato. Es entonces que quisiera perdonarlas, pero son muchas y me siento agredido, pienso que ya no respetan nada.

Y es que yo leí, de niño, la “Vida de las Hormigas” de Maurice Maeterlinck, por  recomendación de mi padre, quien también les guardaba cierta admiración, y si ese premio Nobel, filósofo, dramaturgo y poeta escribió sobre ellas, debió ser por algo en lo que no quiero detenerme, porque sería ensalzarlas demasiado, ya que el escritor comparó la vida social, las virtudes, la moral y la política del hormiguero, con las instituciones de los hombres.

Yo simplemente lidio con las pequeñas hormigas que entran a mi casa, herederas o no de tanta prosapia e “innata inteligencia” desarrollada por la naturaleza y el instinto durante milenios. Estas son “otras” hormigas que ignoran su importancia, porque quizás, ya no lo sé de cierto, no guardan memoria ni orgullo de  su perfecta organización social. Aunque a simple vista, habrá que decirlo, esta nueva generación pudiera mostrarme algunas cosas dignas de una particular envidia y  resultado de mi personal observación; trabajan incansables, no se distraen por nada, y el tiempo parece pasar distinto para ellas, porque siempre conviven en armonía y pocas veces he visto alguna de ellas andar sola.

Entonces pienso en esto de no haber entendido que la realidad era el único entorno de los que buscan su pan, bendicen tener trabajo y apenas se distraen. Este desdén, que saqué de quien sabe dónde, por considerarlos seres tan comunes, y esta idea de que existían otras cosas importantes que ni siquiera logré: ofertar algo valioso a los demás y también ser mejor, comprender la existencia del espíritu que busca trascender, después de adivinar el egoísmo o la pobreza en los otros, al hablar siempre de su persona, para finalmente caer en escribir, que es casi lo mismo.

Y también me pregunto como seria una humanidad que no tuviese otra preocupación, otro ideal, otra razón de existencia que la donación de si misma y la felicidad ajena; una humanidad en la que trabajar para el prójimo, sacrificarse total y constantemente, fuera la única alegría posible, la felicidad fundamental, la voluptuosidad suprema, y de la cual sólo percibimos, a veces, un relámpago al momento de amar.



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